Hasta hace bien poco, no sabíamos demasiado sobre la
inteligencia de los Canis lupus familiaris, ni sobre cómo ven el mundo. Pero en
los últimos años, las investigaciones en este campo se han acelerado y se ha
podido comprobar que sus capacidades cognitivas se asemejan a las de un niño.
En la Odisea, Ulises regresa a la isla de Ítaca veinte años
después de haber partido para luchar en la guerra de Troya. Para que nadie sepa
quién es, se disfraza de mendigo, pero Argos, su viejo perro, le reconoce al
instante. Al margen de leyendas o anécdotas literarias, ¿qué ha averiguado la
ciencia sobre la memoria canina? Desde principios del siglo XX se sabe que los
canes poseen una capacidad prodigiosa para retener y recuperar información. Por
ejemplo, un border collie superdotado llamado Chaser, de Carolina del Sur,
reconoce más de mil objetos por su nombre. Además, los recuerda meses después.
Los experimentos, efectivamente, demuestran que asimilan
vocabulario de una manera semejante a los niños: mediante la inferencia y la
exclusión. Algunos perros incluso son capaces de relacionar las etiquetas
abstractas con objetos concretos. Si a un ejemplar le enseñas la palabra balón
y escondes uno entre muchas otras cosas, irá a por él cuando lo nombres en voz
alta. Pero si luego lo retiras y vuelves a exclamar “¡balón!”, y esta vez tiene
que encontrar una pelota de tenis, entonces deduce que te refieres a la misma
categoría y escoge la opción correcta.
El psicólogo Paul Bloom, de la Universidad de Yale, en New
Haven, puso a prueba empíricamente la citada facultad de exclusión mezclando
libros y juguetes que los animales no habían visto antes. Si al ejemplar
investigado se le ordenaba “coge el juguete”, se dirigía a cualquiera de los
artículos que servían para jugar. Luego, cuando se le decía “coge un no
juguete”, siempre traía un libro. En otros experimentos, en vez de hablarles,
se les enseñaba la réplica de un objeto. Los sujetos volvían a acertar en todas
las ocasiones.
Los perros también son capaces de copiarnos e imitarnos,
algo que muy pocos animales consiguen y que es fundamental en el aprendizaje
social. Aunque no lo hacen de manera espontánea, como los grandes simios, sí
poseen una habilidad innata para ello. En una ocasión, los científicos
condicionaron a un grupo de canes a abrir una puerta empujándola. La mitad
recibiría un premio por emular a los humanos, mientras que el resto fue
incentivado para que lo consiguieran mediante sus propios métodos. ¿Resultado?
El grupo de imitadores aprendió mucho más rápido. O sea, los perros no abordan
este tipo de problemas mediante el ensayo y error: pueden resolverlo de manera
inmediata si ven a alguien hacerlo primero.
La conclusión es que la memoria canina es más parecida a la
nuestra de lo que se pensaba. De hecho, también ellos poseen la modalidad
llamada declarativa o episódica, la capacidad de recuperar conscientemente
recuerdos asociados a hechos o conocimientos. Plásticas y flexibles, las
cuerdas vocales de los perros les permiten emitir sonidos con significados que
tanto sus congéneres como los humanos entienden, ya que los ladridos varían
dependiendo del contexto en amplitud, duración y tono. Así, se hacen oír para
reclutar a otros de su especie en caso de peligro e identifican a los
individuos por los sonidos que perciben, clasificándolos como amigos o
enemigos.
También parecen ajustar su expresividad a la audiencia. Esto
significa que modifican sus vocalizaciones y gestos dependiendo de lo que ve o
no ve –y oye o no oye– quien le acompaña. Así, los perros lazarillo que ayudan
a las personas ciegas lamen más a sus amos, para que puedan recibir su
información: los lengüetazos son su respuesta al vivir con personas que no
responden a señales visuales. Del mismo modo, desobedecen las órdenes si ponen
en peligro a sus dueños.
En cierto experimento, un perro debía elegir entre pedir
comida a una persona con los ojos tapados o a otra que sí podía ver. Pues bien,
el animal se dirigía siempre al segundo: sabía que si distinguía sus ojos y
cara, entonces podía comunicarse con él. Es algo que la mayoría de los animales
no hace: identificar a quien tiene la información deseada.
De hecho, Bekoff ha diseñado un test que promete abrir
nuevos debates entre los especialistas. En primer lugar, el investigador
recolecta orina de un perro y la esconde en un bosque. A continuación, pasea a
la criatura por la zona y examina las reacciones ante su propia micción, para
compararlas con las que manifiesta cuando olfatea la de otros. Así, el experto
norteamericano pudo comprobar que los sujetos de estudio no orinaban sobre sus
propias marcas, lo que arroja algún tipo de indicio de conciencia de sí mismos.
Como primates, los seres humanos tenemos la capacidad de
ponernos en la piel del prójimo, pero no somos los únicos animales que la
poseen. También los perros son excelentes a la hora de conectar con las mentes
ajenas. De manera natural, es frecuente que se acerquen a consolar a congéneres
que han sido víctimas de una agresión y no hagan caso a los vencedores de la
trifulca. En dos tercios de las observaciones realizadas por los expertos, la
parte no involucrada en la pelea se acercaba, efectivamente, al peor parado.
Pero ¿experimentan empatía también hacia las personas? Para
averiguarlo, las psicólogas Deborah Custance y Jennifer Mayer, de la Facultad
Goldsmiths, perteneciente a la Universidad de Londres, analizaron el
comportamiento de dieciocho ejemplares de diferentes edades y razas. La prueba
consistía en examinar su respuesta ante personas que simulaban llorar, situadas
junto a otras que simplemente hablaban o tarareaban una canción. Custance y
Mayer observaron que los perros mostraban más preocupación y se aproximaban con
mayor frecuencia a los voluntarios que fingían estar tristes.
Otro indicador de empatía es el contagio del bostezo. Para
que se produzca, es necesario poseer cierta estructura cerebral y las célebres
neuronas espejo, responsables de que riamos, lloremos o abramos la boca cuando
vemos hacerlo a los demás. Los perros también dan resultados positivos: en unas
investigaciones recientes, el 67 % de los individuos estudiados bostezaban a la
par que los humanos.
Además, no se trata de algo aprendido. El etólogo Brian
Hare, de la Universidad Duke, en EE. UU., ha demostrado que los cachorros de
nueve meses lo hacen igual de bien que los ejemplares adultos, lo cual
significa que ya nacen con ese don. Y aunque entienden las señales tanto de los
conocidos como de los extraños, esto no quiere decir que les dé igual de dónde
provengan.
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