La historia del Papamoscas comienza en la Catedral y tiene
como protagonistas a un rey y una doncella en plena edad media, a finales del
siglo XIV. Pero no es una historia de amor. O sí, pero del amor que sufre y no
resulta recompensado. Una historia triste que evidencia que ni el rey más
poderoso manda sobre el corazón.
Este monarca fue Enrique III el Doliente, hombre de poco
carisma, enfermizo y precoz. Nacido en 1879 se tuvo que casar en 1388 con su
prima Constanza de Castilla, hija del duque de Lancaster, que tenía 14 años y
él solamente 9 por lo que la consumación del matrimonio fue canónicamente
postergada, aunque años después le dio tres hijos, pero se logró el objetivo
deseado: la paz con Inglaterra. Pocos años después muere su padre en rey Juan I
del que era primogénito y accedió al trono con 14 años.
Pese a esa juventud y a los importantes asuntos de estado a
los que debía permanecer atento, la leyenda asegura que el rey, nacido en
Burgos y devoto cristiano, acudía cada día a la Catedral a escuchar misa y
ensimismarse contemplando la belleza de la
Un buen día sus ojos repararon en una doncella de gran
belleza de la que ya no pudo apartar la vista. Tal fue la impresión que todo un
monarca castellano se comportó como un chiquillo espiando a hurtadillas a la
simpar dama, siguiendo sus pasos hasta su casa para disfrutar de su belleza y
conocer su casa y orígenes.
Cada día, durante un largo periodo de tiempo que al rey
parecería un suspiro, se complacía en la contemplación de la joven doncella,
ponderando su recato y su candor. Tan es así, que la joven pese a la distancia
desde la que el rey lanzaba sus tiernas miradas se había percatado de la
admiración que despertaba. En cierta ocasión, venciendo su pudor quiso
propiciar el contacto con el joven rey, tímido hasta la médulo e incapaz de
dirigir a la joven más palabras que las que dibujaban sus pupilas enamoradas.
La joven dama, cual doncella en un cuento, dejó caer su
perfumado pañuelo a sus pies al pasar junto al rey y éste al recogerlo lo
apretó contra su pecho, arrobado. No fue capaz, sin embargo, de cruzar unas
palabras galantes con la dama ni siquiera abrió la boca. Pero torpemente le
entregó a la joven su propio pañuelo. Su timidez, su falta de gallardía y sus
pocos años disiparon un momento romántico que hubiera dado para cánticos de
juglares y leyendas de alcoba.
La joven, descorazonada, salió con prisas de la Catedral no
sin antes proferir un hondo y doliente sollozo que retumbó por los altos muros
como un alma rota al abandonar el cuerpo. El eco de un lamento que se sumó a
los cánticos de los ángeles en las bóvedas de la Catedral.
Pasaron los días, los meses y los años y el rey no volvió a
saber nada de la joven, aunque en secreto seguía adorándola, recorriendo con su
mirada toda la Catedral para encontrarla vacía. Hasta que no pudo más y desandó
el camino hacia la casa en la que ella moraba para encontrarla vacía.
Murieron de peste, le espetó un vecino como una puñalada en
un corazón indefenso.
El rey, desconcertado, absorto en una pena infinita, se
recluyó en su castillo burgalés. Un pelele doliente cuyo mal nadie conocía. Sus
médicos le recetaron
aire puro y agotamiento físico para despejar la sesera
abatida y el corazón afligido. Así lo hizo, dócil como siempre, y cuando
caminaba sin rumbo, absorto en el recuerdo, leguas y leguas de desazón bajo las
botas, se dio cuenta de que estaba perdido en medio de un profundo bosque.
La leyenda, que no sería leyenda sin algún acto heróico
contra un gran peligro, asegura que el rey se vio rodeado de una manada de
grandes lobos, cuyos ardientes ojos refulgían en la oscuridad del atardecer. En
rey Enrique desenvainó su espada, presto a defenderse y pudo herir a alguno de
los seis lobos, pero sus fuerzas flaquearon. Cuando se daba por perdido, de
repente el compungido lamento que atormentaba su memoria se materializó en lo
profundo del bosque.
Tan penoso, tan doliente y sincero que los lobos, asustados,
huyeron a la vez que de las sombras aparecía la joven doncella que cada día
admiraba en la Catedral. Fue ella quien habló con estas palabras que recoge la
leyenda: «Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y
heroico de Fernán González y el Cid. Pero no puedo ofrecerte ya mi amor.
Sacrifícate como yo lo hago…».
Y cayó, inerte a sus pies, con la mano en el corazón asiendo
fuertemente el pañuelo del rey. Al amanecer Enrique fue capaz de volver a
Burgos, conmocionado aún. Quiso inmortalizar a la joven y se le ocurrió que un
artesano morisco ideara una figura que habría de colocar en la Catedral sobre
un reloj veneciano para ser vista al elevar los ojos. Quiso, además, que
profiriera unlamento como el que retumbaba en los recuerdos del monarca,
sollozo postrero de su amada, cada vez que marcase las horas. El moro no tenía
ni práctica ni arte para llevar a cabo semejante encargo y en vez de una joven
y bella doncella se presentó ante el rey con el feo monigote que hoy conocemos
como Papamoscas, que no emitía sollozo alguno sino un ronco graznido que
espantó a los fieles y fue objeto de burlas.
Porque, pese a todo, el monarca mandó colgar el muñeco y el
reloj, y lo dejó dando las horas y lamentándose hasta que fue enmudecido. Y
allí cuelga, viendo pasar los siglos. Abre poco la boca porque el mecanismo le
falla y tampoco hay necesidad de gastar fuerzas en asombrar a turistas que no
se asombran de nada.