La Catedral de Burgos atesora ocho siglos de historia y arte
y miles de personas la disfrutan cada año pero el turista no llega a todos sus rincones.
Algunos, porque son oficinas del Cabildo, salas de reuniones y despachos de
trabajo. Y otros porque solo se llega a ellos por unos accesos estrechos y
peligrosos que incumplirían cualquier mínima norma de seguridad y evacuación. Solo
un ascensor, que seguramente las autoridades de Patrimonio no aceptarían,
permitiría habilitar un recorrido hoy por hoy imposible.
Los visitantes se pierden visiones que solo una joya como la
seo puede ofrecer: desde la panorámica sobre las calles y plazas del centro
histórico hasta las obras de arte escondidas en lugares a los que el ojo humano
no alcanza, expuestos solo ante Dios, a quien dedicaron sus esfuerzos los
hombres y mujeres que levantaron esta maravilla.
Para subir a la cubierta de la Catedral, se hace a través
del usillo que, junto a la puerta de Santa María, asciende por el interior de
la torre sur.
330 escalones después nos espera el cielo. Nadie puede
llegar más arriba, contemplar la ciudad desde un mirador mejor. Solo dan envidia las palomas porque ellas pueden
subir 3 metros más y posarse si quieren en el pararrayos que corona las agujas
de las dos emblemáticas torres.
La primera parada es en la antigua caseta del campanero. Los
más veteranos recuerdan que el encargado de tañer esos gigantes metálicos era
también zapatero, y que allí en las alturas, en el corazón de la torre, tenía
el taller.
El caracol se aprieta a medida que sube, se hace casi
imposible en su último tramo, con escalones pequeños, con paredes que agobian
hasta alcanzar el campanario. A partir de ahí, una estructura metálica nos
deposita en el mirador circular que corona la aguja con las letras ‘SM’, en
alusión a Alonso de Santa María, el obispo que inició la construcción de la Catedral.
El claustro, las capillas, los arbotantes, los pináculos,
los ventanales ojivales... Se desata la imaginación sobre cómo pudieron
levantar, 5, 6 o 7 siglos atrás, estas estructuras, cómo llegaron las piedras
desde la cantera de Hontoria hasta las alturas, cuántos se dejaron la vida y el
alma en una empresa que ahora es, con todo merecimiento, Patrimonio de la
Humanidad.
El vértigo y las estrecheces de los pasillos aconsejan
continuar con el recorrido y empezamos a caminar por la cubierta. Alguna
teja rota nos recuerda que el edificio sobre el que pisamos tiene el peso de la
historia sobre sus hombros, pero nadie lo diría a la vista del estado de
conservación de la piedra, fruto de la limpieza integral realizada durante los últimos
años.
Avanzamos por la nave central hasta la girola, siempre sobre
ella. Los ángeles que la custodian parecen desde aquí vigías de un barco
enfilado hacia el este, contemplando la vida que se desarrolla a sus pies. Inquietantes
gárgolas, retorcidas de tanto padecer los rigores del clima durante siglos, nos
observan a la altura de nuestro flequillo rodeadas de figurillas, bestias,
cabezas y escudos cuya interpretación seguro merecería más de una tesis
doctoral.
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