Hay fotografías que no tienen que inmortalizar un reconocido
monumento o un instante insólito para hipnotizarnos. En ocasiones, en lo más
cotidiano y trivial florece lo más mágico. El gran Francesc Catalá-Roca seguía
a rajatabla este mandamiento, gracias a lo cual nos legó escenas tan brillantes
como ésta.
Hoy nos sumergimos en el Madrid de 1953, en la Calle
Embajadores. Un encuadre poco artístico que nos invita a asomar la cabeza sobre
esa esquina de fachada roída y desconchada para contemplar un Madrid apagado,
sin fuerzas y altamente melancólico.
De no ser por esos dos peatones que caminan indiferentes
pensaríamos estar ante una ciudad fantasma. Carreteras vacias, igual de
desiertas que las ramas de unos árboles que parecen suplicar por un poco de sol
y de color. Madrid demuestra, una vez más, que dentro de la escala de grises se
maneja como ninguna, sacando a relucir todos sus defectos y virtudes, a pecho
descubierto. Solo ese par de carteles sobre la ennegrecida pared consiguen
aportar un poco de vida y optimismo a la escena.
En cuanto estuve delante de esta fotografía me inundó una
enorme sensación de calma tensa. Sentí que a pesar de la aparente normalidad
que se muestra, detrás de aquellos muros y ventanas, aún se abrazaba el dolor.
Quizás las heridas de la guerra aún estaban muy abiertas. El país, y Madrid,
buscaban por recuperar una rutina que nunca debió perderse. Al menos lo intentaban.
Sin embargo, fotografías como ésta nos susurra que volver a sonreír fue mucho
más complicado de lo que parece y que los tiempos, ni ahora ni antes, nunca
fueron sencillos.
Fuente: Secretos de Madrid
1 comentario:
Desde luego una imagen bucolica bonita de nuestro madrid, nuestra calle,se nota el dolor y sufrimiento de la ciudad tras una guerra que nunca tuvo que ser...
ALMA
PD: gracias papi por las entradas
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