Los pantanos son el espejo del cielo castellano. La quietud
de sus aguas enmudece el paisaje, que se asoma a ellas armonioso, como en paz.
Hay distintas formas de observar sus aguas. Para algunos burgaleses, esa mirada
está cargada de nostalgia y de una pena que agarrota el corazón. Mientras
algunos pescan y otros practican deportes acuáticos, hay quienes escrutan esos
pequeños océanos profundizando en ellos, zambulléndose con la escafandra de la
memoria, buceando hasta el fondo. Y regresan a su visión las casas, las calles,
la iglesia, el potro o el molino del pueblo que un día abandonaron para que las
aguas lo cubrieran y lo sepultaran para siempre. Es la memoria sumergida. La de
los pueblos que ahora sólo habitan los peces. Pero pueblos que están ahí. Y que
un día fueron habitados por gentes que los amaron, dando sentido a sus vidas.
En las profundidades de los pantanos del Ebro y de Úzquiza
duermen siete aldeas, cuatro en el primero y tres en el segundo. En el del
Ebro, muy cerca de Arija, resiste un testimonio a la intemperie, como un icono
de la infamia obstinado en recordar lo que el agua oculta: la torre de la
iglesia de San Roque de Villanueva de Las Rozas. La llaman la catedral de los
peces. El templo quedó inundado, y con él cuatro localidades del municipio de
Las Rozas: Medianedo,La Magdalena, Quintanilla de Valdearroyo y Quintanilla de
Bustamante.Cierto que eran villas pequeñas, pero la construcción del pantano
afectó a un caserío notable: en torno a 300 casas. Y más de mil habitantes
tuvieron que buscar refugio en otros pueblos y en otras latitudes.
El pantano de la cabecera del Ebro se construyó con
capacidad para 540 millones de metros cúbicos en 22 kilómetros de largo por
casi cinco de ancho. El 31 de marzo del año 1947 se ordenó cerrar las
compuertas del embalse. Todavía hoy son muchos los que recuerdan en la zona que
algunos de los vecinos no abandonaron sus casas hasta que se empaparon la
cadera... Resultó dramático. Y el dolor pervive, como una herida incurable. No
menos traumática resultó la desaparición, a mediados de la década de los 80, de
los pueblos de Villorobe, Úzquiza y Herramel, pueblos serranos anegados por la
construcción del segundo embalse del Arlanzón. Recoge Elías Rubio en su
imprescindible Los pueblos del silencio que existía, desde tiempo inmemorial,
el dicho ‘Úzquiza, Herramel, Villorobe y Alarcia, los cuatro pueblos de la
desgracia’. Este último se salvó, por estar a mayor cota que los otros. Era
Villorobe, de los que terminaron bajo las aguas, el pueblo más grande, amén del
municipio que acogía a los otros. Cuando se decretó su sentencia de muerte por
ahogamiento, en el año 1986, vivían en este pueblo alrededor de doscientas
personas. Atravesado por el Arlanzón, tenía tres puentes, molino, taberna,
potro y fragua.
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