martes, 5 de noviembre de 2019

Villorobe (Burgos)



NADANDO EN EL RECUERDO

El pantano de Úzquiza, en la Sierra de la Demanda, esconde bajo sus aguas la memoria del recuerdo.

Lo que hoy es el segundo embalse del Arlanzón años atrás fueron tres humildes pueblecitos, Herramel, Úzquiza y Villorobe, que cedieron sus tierras en 1986 para ser sepultados por las aguas de un nuevo pantano que abastecería a la ciudad de Burgos.
Villorobe se encontraba a 32 kilómetros de la capital y era, de las tres poblaciones hoy desaparecidas, el de mayor dimensión con una superficie de cultivo de 193 hectáreas, 540 de prados y pastizales y 2.330 de terreno forestal. Además, fue Ayuntamiento de los tres pueblos.

 Remontándonos a sus orígenes, Villorobe ya aparece en documentos del siglo IX (año 863). Fue en esta época cuando repobladores procedentes del otro lado de los montes de Ordunte vinieron a ocupar las tierras próximas a la Sierra de la Demanda. Es entonces cuando podemos hablar del nacimiento de los tres pueblos burgaleses. Y nos damos cuenta de que Villorobe guarda en su nombre la huella de sus orígenes “Villa de Orobio”.

 En 1972, Villorobe, que según el Catrastro del Marqués de la Ensenada pertenecía entonces al Partido de Juarros, contaba con 24 casas habitables y 7 inhabitables. Su población apenas era de 26 vecinos, 3 viudas, y un habitante. Además, había una casa a modo de fragua para gusto de los herreros y un molino, propiedad del Concejo, que se encontraba en el río Pineda del que aprovechaba su cauce para llevar a cabo su tarea en el proceso de elaboración del pan.
A mediados del siglo XIX (1850), el pequeño pueblo burgalés acogía a 21 vecinos y 97 habitantes. Había por entonces 50 casas además de una escuela de instrucción primaria y la iglesia parroquial de San Esteban.
Ya a finales de siglo, en 1894, el número de habitantes ascendió a 176 y los edificios habitables ya sumaban 140. También había, además del molino, la fragua, la Casa de Concejo y escuela propia, un horno, un potro de herrar, y una taberna cerca de la plaza del pueblo.
El censo de población mostraba en diciembre de 1940 un total de 240 habitantes que se repartían en 51 viviendas y que incluso eran superadas por el número de edificios destinados a otros usos que ya eran 70.

 El río en su paso por el pueblo dividía a éste en dos barrios obligando a las construcciones, principalmente obras de mampostería con sillería en vanos y esquinas, a distribuirse en pequeñas plazuelas. El barrio que se encontraba entre Villorobe y Herramel era Barbirón.
Antes de abandonarlo definitivamente en el pueblo aún vivían 215 personas. Poco después, ya no quedaba nada, solo escombros. El lugar donde tantas generaciones habían convivido a lo largo de los siglos desaparecía para siempre arrastrado por las aguas.

 Lo que no se pudo llevar el agua es el recuerdo de sus gentes. Y es que son éstas las que dan vida a un pueblo y le conceden características propias.
Villorobe, como cualquier otro en aquellos tiempos, era un pueblo que subsistía gracias al trabajo de todos sus habitantes. Su economía se basaba fundamentalmente en la ganadería (orientada de manera exclusiva al ganado ovino, bovino y porcino). Es por ello que las familias guardaban con gran mimo su ganado en la cuadra, que formaba la planta baja de las viviendas. El trabajo era duro pero esencial todos los días del año. Cuando el viento invernal conducía los primeros copos de nieve del día peinando los campos, helando sus pastos, el silencio que reinaba en las eras tan sólo era interrumpido por el madrugador esfuerzo de los villorobanos.

 Los pastores cuidaban mucho de conservar todo su rebaño, pues manadas de lobos procedentes de la zona de Pineda y de Salas de los Infantes acechaban por la noche. Bien es cierto que existía una Junta de varios pueblos, con sede en Villasur de Herreros, por la que se acordó una indemnización a los dueños. Pero, la compensación solo se recibiría si, a causa de algún accidente como pudiera ser el ataque de unos lobos o un incendio, murieran al menos cinco reses.
Era tal el valor de estos rebaños para la subsistencia familiar que, incluso en invierno, el pastor o el que ejercía de “vaquero” como se solía decir, tenía que dormir en lo alto del monte para evitar cualquier disgusto. Con la desaparición del pastor contratado, el que desempeñaba las tareas en su lugar era, entonces, acompañado por un zagal.

 Por otro lado, el gran número de rebaños existentes en el pueblo impedía su agrupamiento a la hora de pastorear. De ahí, que se distribuyeran en las denominadas majadas, en cada una de las cuales se agrupaban cuatro o cinco propietarios. Cada majada, además de su tenada, tenía su pastor contratado pero, debido al gasto que éstos generaban, eran finalmente los propios dueños los que ejercían su función. También, se solían utilizar majadas diferentes en verano e invierno.
De todo este trabajo, lo que se conseguía con los rebaños era vender los corderos y obtener lana para, después de lavarla, bien venderla o bien utilizarla para hacer colchones.
Aparte de los rebaños, había que ocuparse también del resto del ganado.
Las vacas servían de apoyo en numerosos trabajos: ayudaban a transportar la leña, a trillar, a arar la tierra y, además, se obtenían beneficios de la venta de sus terneros a los carniceros que bajaban de Burgos. Pero, también, suponían su esfuerzo puesto que, en invierno, cuando se guardaban en la cuadra de la planta baja de la vivienda, había que llevarlas día sí día también a beber al río.

 Sin embargo, el cuidado del ganado porcino traía consigo una recompensa más sabrosa pues su único empleo era sustentar a la familia durante todo el año.
Todo lo que conseguían era producto del trabajo diario, tanto de mayores como de pequeños, puesto que toda la familia contribuía en las tareas. Mientras los mayores se podían dedicar a la elaboración del pan, respetando eso sí los típicos turnos del horno común, los niños traían el agua de la fuente que se encontraba a medio camino entre Villorobe y Herramel.
Sin embargo, no todo era trabajo en el pequeño pueblo burgalés.

 El 26 de diciembre (en los últimos años trasladado a septiembre), empezaban las fiestas de San Esteban y así lo anunciaban las campanas. Entonces, el pueblo entero se paraba. Alegría, emoción, inquietud, ilusión, vida… es lo que se palpaba en las calles de este humilde pueblo de la Sierra de la Demanda. Aunque el trabajo diario no se veía interrumpido, las fiestas eran esperadas por todos los vecinos. Durante tres días, se asistía a misa por las mañanas y por la noche el pueblo entero se desvelaba con los bailes de la sala de Concejo, alrededor de la “Talla” de los quintos. Los bailes, armonizados por los famosos músicos Tripa Negra (Tinieblas) o Raboesquilao (Jaramillo), terminaban siempre con una jota y un pasodoble.
El 3 de agosto era otra fecha marcada por la fiesta de San Esteban. Era un día muy especial pues, aunque no había festejo alguno, ese día solo se hacía misa y, lo más importante, se dejaba de trabajar.

 Pero, sin duda, la fiesta recordada por todos como la más bonita era la del Corpus. La víspera, mientras los mozos tocaban las campanas, niños y niñas esperaban salir de la escuela para recoger flores de retama y escoba (que ellos conocían como “Zapatitos de la Virgen”) y ramas. Con ello se hacían luego los arcos de los altares, que eran tres: uno en la plaza, otro en la escuela y otro en Herramel. El día del Corpus, mozas y niñas tiraban cestas y cestas de las flores recogidas el día anterior por las calles que, poco después, recorrería la procesión. Las mujeres sacaban sus mejores colchas a la ventana y preparaban los altares. Cuando empezaba la procesión bajo el continuo resonar de las campanas, el pueblo entero era testigo. Salía de Villorobe y pasaba por todos los puentes hasta llegar a Herramel. Allí se rezaban algunas oraciones. En el puente que separaba ambos pueblos, las campanas de Villorobe dejaban de sonar y empezaban a tocar las de Herramel. Luego, en el otro puente, al revés, y así durante toda la procesión.
Pero, todo tiene un final y lo que siempre había sido un rumor pronto se convirtió en una realidad. Burgos necesitaba un nuevo pantano para abastecer a la ciudad. No se podían negar, era algo primordial.
El 28 de marzo de 1974 se presentó el trámite de expropiación forzosa de los bienes rústicos y urbanos afectados. El 5 de julio de ese mismo año, el Consejo de Ministros acordó el traslado de los tres pueblos. En enero de 1986 se produjo el abandono definitivo.

 De pronto se vieron recogiendo sus escasas pertenencias, recorriendo cada rincón de la que fue su vivienda durante tantos años como si fuera la primera vez, rozando las paredes que les cobijaron cuando el frío del invierno amenazaba fuera, intentando contener el recuerdo de cada olor, de cada tacto, del sonido que ofrecía la naturaleza al despertar, las campanas incansables, la primera radio que desde la ventana del maestro Salvador llegaba a los oídos de todos, la primera televisón que a tantos sedujo…Saliendo de casa por última vez, fijando la mirada en cada grieta de la puerta, siguiendo el camino que jamás volverán a pisar.

Solo, vacío, desértico, inerte…Así es como queda el pueblo de Villorobe y el corazón de sus últimos habitantes al abandonarlo en 1986. Ahora solo queda volver a empezar.
Finalmente, el agua cubrió el valle en 1987, aunque no funcionó a pleno rendimiento hasta 1989.

Ya han pasado muchos años. Ahora en verano. Cada vez más, el calor se hace insoportable y las aguas del pantano se presentan irresistibles. Nadar sobre siglos de historia nos hace estremecernos.
Fuente: Sandra Villorobe 


1 comentario:

Unknown dijo...

Mi familia proviene de este pueblo, más precisamente mi bisabuelo Pineda. Seguramente por los pueblos de la zona debe seguir rondando mi sangre.
Saludos desde Argentina