viernes, 6 de enero de 2023

La leyenda del Papamoscas de Burgos. Mal de amores

 


La historia del Papamoscas comienza en la Catedral y tiene como protagonistas a un rey y una doncella en plena edad media, a finales del siglo XIV. Pero no es una historia de amor. O sí, pero del amor que sufre y no resulta recompensado. Una historia triste que evidencia que ni el rey más poderoso manda sobre el corazón.

Este monarca fue Enrique III el Doliente, hombre de poco carisma, enfermizo y precoz. Nacido en 1879 se tuvo que casar en 1388 con su prima Constanza de Castilla, hija del duque de Lancaster, que tenía 14 años y él solamente 9 por lo que la consumación del matrimonio fue canónicamente postergada, aunque años después le dio tres hijos, pero se logró el objetivo deseado: la paz con Inglaterra. Pocos años después muere su padre en rey Juan I del que era primogénito y accedió al trono con 14 años.

 Pese a esa juventud y a los importantes asuntos de estado a los que debía permanecer atento, la leyenda asegura que el rey, nacido en Burgos y devoto cristiano, acudía cada día a la Catedral a escuchar misa y ensimismarse contemplando la belleza de la

Un buen día sus ojos repararon en una doncella de gran belleza de la que ya no pudo apartar la vista. Tal fue la impresión que todo un monarca castellano se comportó como un chiquillo espiando a hurtadillas a la simpar dama, siguiendo sus pasos hasta su casa para disfrutar de su belleza y conocer su casa y orígenes.

 Cada día, durante un largo periodo de tiempo que al rey parecería un suspiro, se complacía en la contemplación de la joven doncella, ponderando su recato y su candor. Tan es así, que la joven pese a la distancia desde la que el rey lanzaba sus tiernas miradas se había percatado de la admiración que despertaba. En cierta ocasión, venciendo su pudor quiso propiciar el contacto con el joven rey, tímido hasta la médulo e incapaz de dirigir a la joven más palabras que las que dibujaban sus pupilas enamoradas.

La joven dama, cual doncella en un cuento, dejó caer su perfumado pañuelo a sus pies al pasar junto al rey y éste al recogerlo lo apretó contra su pecho, arrobado. No fue capaz, sin embargo, de cruzar unas palabras galantes con la dama ni siquiera abrió la boca. Pero torpemente le entregó a la joven su propio pañuelo. Su timidez, su falta de gallardía y sus pocos años disiparon un momento romántico que hubiera dado para cánticos de juglares y leyendas de alcoba.

La joven, descorazonada, salió con prisas de la Catedral no sin antes proferir un hondo y doliente sollozo que retumbó por los altos muros como un alma rota al abandonar el cuerpo. El eco de un lamento que se sumó a los cánticos de los ángeles en las bóvedas de la Catedral.

 Pasaron los días, los meses y los años y el rey no volvió a saber nada de la joven, aunque en secreto seguía adorándola, recorriendo con su mirada toda la Catedral para encontrarla vacía. Hasta que no pudo más y desandó el camino hacia la casa en la que ella moraba para encontrarla vacía.

 Murieron de peste, le espetó un vecino como una puñalada en un corazón indefenso.

 El rey, desconcertado, absorto en una pena infinita, se recluyó en su castillo burgalés. Un pelele doliente cuyo mal nadie conocía. Sus médicos le recetaron

aire puro y agotamiento físico para despejar la sesera abatida y el corazón afligido. Así lo hizo, dócil como siempre, y cuando caminaba sin rumbo, absorto en el recuerdo, leguas y leguas de desazón bajo las botas, se dio cuenta de que estaba perdido en medio de un profundo bosque.

 La leyenda, que no sería leyenda sin algún acto heróico contra un gran peligro, asegura que el rey se vio rodeado de una manada de grandes lobos, cuyos ardientes ojos refulgían en la oscuridad del atardecer. En rey Enrique desenvainó su espada, presto a defenderse y pudo herir a alguno de los seis lobos, pero sus fuerzas flaquearon. Cuando se daba por perdido, de repente el compungido lamento que atormentaba su memoria se materializó en lo profundo del bosque.

 Tan penoso, tan doliente y sincero que los lobos, asustados, huyeron a la vez que de las sombras aparecía la joven doncella que cada día admiraba en la Catedral. Fue ella quien habló con estas palabras que recoge la leyenda: «Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y el Cid. Pero no puedo ofrecerte ya mi amor. Sacrifícate como yo lo hago…».

 Y cayó, inerte a sus pies, con la mano en el corazón asiendo fuertemente el pañuelo del rey. Al amanecer Enrique fue capaz de volver a Burgos, conmocionado aún. Quiso inmortalizar a la joven y se le ocurrió que un artesano morisco ideara una figura que habría de colocar en la Catedral sobre un reloj veneciano para ser vista al elevar los ojos. Quiso, además, que profiriera unlamento como el que retumbaba en los recuerdos del monarca, sollozo postrero de su amada, cada vez que marcase las horas. El moro no tenía ni práctica ni arte para llevar a cabo semejante encargo y en vez de una joven y bella doncella se presentó ante el rey con el feo monigote que hoy conocemos como Papamoscas, que no emitía sollozo alguno sino un ronco graznido que espantó a los fieles y fue objeto de burlas.

 

Porque, pese a todo, el monarca mandó colgar el muñeco y el reloj, y lo dejó dando las horas y lamentándose hasta que fue enmudecido. Y allí cuelga, viendo pasar los siglos. Abre poco la boca porque el mecanismo le falla y tampoco hay necesidad de gastar fuerzas en asombrar a turistas que no se asombran de nada.

 

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